Una buena mañana ella se tropezó con un trozo de vida congelado y cayó de bruces contra el suelo. Desde entonces, aquellos días en los que el mundo se mueve más de lo normal se queda en casa, asustada, mientras cierra los ojos para no darse cuenta de su incapacidad para percibir el movimiento de su vida. Que sólo ve imágenes estáticas, fotogramas sin conexión, que se asusta, que reza para que nunca nada vuelva a moverse.
De repente se encontraron. Él tan absorto en el gris de las hojas otoñales, ella tan asustada por el movimiento de los patos en el estanque... Se quedó muy quieto mirando su preciosa piel grisrosada, pelo grisoscuro, aquellos ojos grismarengo, las uñas grisplata y una sonrisa griscaricia. Como ya he dicho, él se quedó inmóvil, y claro, ella lo miró, lo remiró y lo requetemiró. “Si me prometes que nunca te moverás de ahí te amaré hasta el resto de mis días”–dijo ella-. “Si tu me juras que mantendrás siempre el griscarmín de tus pestañas no volveré a moverme de este lugar jamás de los jamases” –musitó él-.
Y ahí se quedaron, ella tan gris, él tan inmóvil, los dos tan tópsicos.
Acromatopsia: pérdida total de la visión en color.